Ni rey ni antipoeta ni poetas
Ignacio Echevarría
Algunos comentaristas han llamado la atención sobre el hecho de que en la ceremonia de la concesión del Premio Cervantes a Nicanor Parra,
celebrada en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares el
pasado lunes 23 de abril, no hubiera apenas ningún escritor español. Por
mi parte, sólo acerté a detectar la presencia de José María Micó
(convocado en su calidad de miembro del jurado que falló en favor de
Parra) y, si no me equivoco, de Manuel Rico. La extrañeza o el escándalo
que el dato pueda suscitar debe moderarse atendiendo a la circunstancia
de que las invitaciones a la ceremonia son muy contadas, y se cursan
conforme a criterios muy difíciles de desentrañar. No estaría de más
saber a ciencia cierta quién asume la responsabilidad de confeccionar la
lista, y qué tipo de compromisos se ve obligado a priorizar. Como
fuere, el caso es que, como digo, en el paraninfo de Alcalá apenas había
ningún escritor español, ni siquiera en representación de los muchos
que forman parte de la Real Academia Española o –lo que sería todavía
más esperable– de los que han obtenido previamente el mismo galardón.
Particularmente sangrante era la ausencia
de poetas, excepción hecha de los dos nombres ya mencionados. Yo
suponía que iba a encontrarme al menos a Luis Alberto de Cuenca, a quien
tengo por un promotor activo de la antipoesía de Parra. Pero no,
tampoco él estaba. ¿No se les ocurrió invitarlo a los organizadores del
evento? ¿No se les ocurrió invitar a una representación más o menos
significativa de la poesía española? Cuesta creer que fuera así, pero
todo cabe, todo cabe. Como cabe también que la anunciada ausencia del
Rey, por un lado, y del propio galardonado, por el otro, desincentivara a
muchos de quienes acaso fueron invitados. Ésta es sin duda una
explicación razonable a la hora de justificar tanta incomparecencia. Si
bien cabe observar que a la convocatoria del tradicional almuerzo previo
en la Casa Real, celebrado el viernes anterior, día 20, sí acudieron,
además de numerosos representantes del medio cultural, algunos
escritores destacados, como Mario Vargas Llosa y Luis Goytisolo, entre
otros, y poetas tan eximios como Antonio Gamoneda y Pere Gimferrer.
¿Cómo es que ninguno de ellos acudió al
acto de entrega del premio? ¿Acaso se juzga que, teniendo lugar en el
paraninfo de una universidad, se trata de un acto eminentemente
académico, más propio de profesores, diplomáticos, políticos y
autoridades que de escritores? ¿Es éste el criterio que prevalece al
cursar las invitaciones? Pues en Alcalá, además de los príncipes, y de
Mariano Rajoy, y del ministro de Cultura, estaban José Manuel Blecua, de
la RAE, y los embajadores de Chile, y Esperanza Aguirre, y algunos
otros que también acudieron al almuerzo del viernes. Pero, insisto,
ninguno de los escritores que también estaban presentes.
Es fácil imaginar que resulta mucho más
apetecible acudir a un multitudinario almuerzo en la Casa Real, a comer
ricamente en compañía de colegas, con oportunidad de asomarse a los
escenarios y a los cotilleos de la realeza, que hacerlo a un paraninfo
donde está prevista la ceremoniosa lectura de tres discursos sucesivos
(el del galardonado con el Premio Cervantes, el del ministro de Cultura y
el del Rey, en este caso el Príncipe). Pero, más allá de la impronta
cortesana tan característica de la cultura española, uno tiende a pensar
que un acto como el de Alcalá reúne una poderosa carga simbólica a la
que los escritores, precisamente, al menos algunos de ellos, debieran
ser especialmente susceptibles.
El 23 de abril, Día del Libro,
coincidiendo con el aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes, se
concede a un escritor de habla española el más alto galardón oficial al
que puede aspirar en el ámbito de su idioma. Hechas todas las reservas
(muchas, acaso demasiadas) acerca de la necia mecánica del premio (que
tácitamente ha establecido una delirante alternancia entre España y
Latinoamérica, de modo que corresponde un año sí y un año no a un autor
latinoamericano o español, con desentendimiento de toda proporcionalidad
entre el caudal literario de una y otra orilla del Atlántico), acerca
también de su a menudo desorientada trayectoria, la concesión del
Cervantes suele ser una ocasión única para rendir homenaje a un escritor
generalmente muy apreciable, más allá del gusto y de las debilidades o
tirrias particulares de cada uno.
Este año el Cervantes se concedía al más
veterano poeta de la lengua, a uno de los que más han contribuido a
dilatar los horizontes de la poesía en castellano y que más hondamente
ha procurado acercarla al lenguaje común, a la comunidad de los
hablantes. Se rendía así un tardío, muy tardío reconocimiento a un poeta
excepcional, que lleva más de setenta años renovándose incesantemente. Y
digo tardío porque ese reconocimiento le llega a Parra con inexplicable
posterioridad al que ha distinguido a un nutrido puñado de escritores y
de poetas con menos, a veces muchos menos merecimientos que él.
Que Nicanor Parra, a sus 97 años, no se
hallara presente en el acto de entrega del premio puede servir,
ciertamente, como excusa para no acudir al mismo. Pero eso no quita para
que se sintiera como un desdoro para la poesía española –concebida en
su conjunto, como tradición viva– la casi nula presencia de sus
representantes.
La ausencia del antipoeta hacía tanto más
apremiante la conveniencia de acudir al acto para rendir homenaje a su
obra, más que a su figura. Así lo entendió la escritora y cantante Patti
Smith cuando el pasado 21 de abril tomó en Nueva York un avión con
destino a Madrid. Sabía que el antipoeta no iba a estar presente en la
ceremonia, pero, lejos de disuadirla, este dato reforzó su decisión de
estar presente en ella, pues de lo que se trataba, a su entender, era de
contribuir al valor simbólico de la ceremonia, y si Parra no asistía,
tanto más oportuna le parecía la presencia en ella de quienes pensaban
que era una oportunidad excepcional para homenajearlo.
Patti Smith fue amiga muy cercana de
Allen Ginsberg. Éste, como es sabido, tuvo amistad con Nicanor Parra, a
quien frecuentó durante su larga estancia en Chile en 1960, cuando se
celebró en Santiago el Primer Encuentro de Escritores Americanos. De
hecho, durante sus primeros años en Nueva York (los que rememora en su
hermoso libro Éramos niños), Patti Smith se codeó con lo que allí quedaba del entorno de la llamada generación beat
(fue asidua acompañante de William Burroughs, de quien ha escrito: “era
inaccesible para una chica, pero, de todas formas, yo lo amaba”). Hace
ya mucho que Patti Smith leyó a Parra en las traducciones que de sus
poemas y antipoemas hicieron en los sesenta el mismo Ginsberg, William
Carlos Williams, Lawrence Ferlinghetti y Thomas Merton, entre otros.
Mucho más adelante, su pasión por Roberto Bolaño la movió a refrescar
aquellas lecturas y reavivó su interés y su admiración por el antipoeta.
Persona con un profundo sentido del
significado de ciertos gestos, en las semanas que precedieron al acto de
entrega del Premio Cervantes Patti Smith llegó a la conclusión de que
sus viejos amigos poetas (algunos de los cuales admiraron muy
precozmente a Nicanor Parra y trabajaron en direcciones paralelas a las
de la antipoesía) se hubieran sentido complacidos de estar representados
en una ceremonia en la que se rendía tributo a uno de los suyos, por
así decirlo.
Su presencia en la ceremonia de Alcalá
llamó, como era de esperar, la atención de la prensa, con tanto más
motivo en cuanto esa presencia destacaba la ausencia de los escritores y
poetas españoles, que seguramente hicieron un razonamiento inverso al
de ella.
Para acudir a Alcalá, Patti Smith hubo de
solicitar una invitación que en su caso le llegó por la vía de
Colombina Parra, hija de Nicanor. Quizá hubo poetas españoles que
también solicitaron o simplemente esperaron una invitación que nunca les
llegó. Pensarlo sirve de consuelo a lo que, de todas maneras, no deja
de arrojar una sombra penosa y reprobable sobre la generalidad de los
representantes más conspicuos de la literatura y, más en particular, de
la poesía española, que muy probablemente hubieran podido estar ahí con
sólo manifestar ese deseo. La misma sombra contribuye a fomentar la idea
de que la antipoesía sigue siendo un plato indigerible para el grueso
de los poetas españoles, recalcitrantemente apegados a una concepción de
la lírica, a un lenguaje y a unas actitudes públicas que desde hace ya
más de medio siglo la obra de Nicanor Parra viene socavando y
ridiculizando y desplazando, hasta el punto de que resultan en la
actualidad completamente obsoletas. (Tomado de Cuarto poder)
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